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Ahora que Estados Unidos dejó de ser una potencia confiable y que su democracia empieza a ser sustituida por una neo-oligarquía, ofrezco algunas viñetas para tratar de explicar, desde la experiencia personal, las causas de la debacle de esa sociedad hasta ayer ejemplo de progreso.
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Por razones académicas, viví un año escolar entre 2023 y 2024 en San Diego, California, el estado que más contribuye al PIB, el más poblado, con grandes industrias de alto valor agregado; en suma, el lugar donde el “sueño americano” debería vislumbrarse aún. No es así, o no lo es para cada vez más gente.
Encontrar vivienda en California es una suerte de calvario. Profesores que me antecedieron en estancias académicas en la Universidad de California en San Diego (UCSD) hace una o dos décadas solían encontrar departamentos accesibles en La Jolla. Ahora un apartamento ahí de dos o tres recámaras ronda los 8 mil dólares mensuales de renta. Así, miles de norteamericanos ya viven en Tijuana y cruzan, cada día, a trabajar a su propio país. Ya no se trata solo de mexicanos yendo diario de un lado a otro de la frontera.
La gente reside cada vez más lejos de los centros urbanos porque no puede costear la vivienda. Los atascos en la autopista 5 son descomunales: hacia el norte en la mañana y al sur por la tarde, y lo mismo ocurre con la 8 rumbo el oeste al iniciar la jornada y al este al terminarla. La huella de carbono per cápita en Estados Unidos no tiene parangón. En las grandes autopistas, de cuatro o seis carriles en cada dirección, decenas o centenas de miles de conductores solitarios recorren millas y millas cada día. No es por capricho: no hay transporte público para moverlos. Y donde lo hay, suele ser deficiente: el tren entre San Diego y Los Ángeles, ciudades altamente pobladas a menos de 200 kilómetros de distancia, puede llegar a tardar cinco horas. No hay dos ciudades europeas medianas que no estén conectadas por vía férrea de manera eficiente.
En San Diego es usual encontrar al amanecer, en estacionamientos de parques y playas, a personas dormidas en los automóviles que habitan. No me refiero a los homeless con problemas mentales o de adicciones, que abundan sobre todo en la zona de down-town, sino con frecuencia a personas con el infortunio de perder el empleo o tener uno mal pagado quienes, simplemente, no pueden pagar un techo para vivir. Con frecuencia son blancos y jóvenes.
Una mañana que dejé el coche en un descampado de la playa de Torrey Pines Glidelport cerca de USCD (en la Universidad sólo es posible usar estacionamientos privados, en los que hay que pagar incluso si acudes a trabajar), encontré a un niño rubio, de unos seis años, descendiendo de una vieja vagoneta donde vivía con sus padres.
Un amigo que lleva tres lustros en California con su esposa, ambos altamente calificados, que trabajan en la industria médica y farmacéutica, me decía: “aquí, si pierdes el trabajo y te enfermas sin seguro médico, el próximo paso puede ser estar abajo de un puente con tus cosas en un carrito de supermercado. Y todo el mundo lo tiene asumido”.
Una familia de cuatro integrantes puede pagar al mes 3 mil dólares de seguro médico. Una fractura de tobillo, sin cirugía, puede ascender a 30 mil dólares. Estados Unidos gasta el 16 por ciento del PIB en atención médica, pero sus indicadores de salud son inferiores a los de países de menor riqueza: el resultado de no tener un sistema público de salud con cobertura universal.
Si bien en la escuela primaria pública en California hay desayuno escolar diario sin costo para todos y a cada alumno se le entrega al inicio de curso una computadora con al menos un programa para aprender matemáticas, en la secundaria pública la calidad educativa se desploma y los problemas de integración se disparan (violencia, uso de drogas, etc.). No se trata de los barrios marginales o de los estados con menos gasto en educación, sino de distritos escolares de zonas relativamente prósperas donde la educación pública dejó de ser un instrumento de movilidad social.
Qué decir de las universidades, cada vez menos accesibles para los hijos de familias trabajadoras. La educación superior es un bien de lujo: el problema no es que haya muchos inmigrantes en las universidades, es que hay pocos norteamericanos.
Sin vivienda accesible, sin escuela pública de calidad, sin salud pública y sin transporte público queda una sociedad rota. La que votó por Trump, la que está en decadencia.
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